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Las 781 cicatrices de María de Jesús Gress

Hay historias oscuras que no terminan en muerte, pero no por ellos son menos violentas. Un día de invierno de 1930, una mujer sintió que estaba cerca del abismo, y pidió atención médica. Lo que descubrió el galeno que la examinó reveló un infierno que duraba ya casi una década.

Historias sangrientas

Esta no es María de Jesús Gress. Es una de muchas mujeres heridas que la cámara de los hermanos Casasola captaron entre 1930 y 1935. Pocos detalles hay de ellas, pocos datos de su destino, salvo que fueron víctimas de agresión. En el caso de Gress, aunque su caso se publicó, no existe una foto de ella.

Esta no es María de Jesús Gress. Es una de muchas mujeres heridas que la cámara de los hermanos Casasola captaron entre 1930 y 1935. 

Ojerosa, mirando hacia todos lados, como si temiera que alguien la siguiera, aquella mujer se acercó a las puertas de la Segunda Demarcación de Policía del Distrito Federal, a hora muy temprana. Con la angustia pintada en los ojos, pidió atención médica. Estaba herida. De su nuca fluía sangre. La pasaron adentro, llamaron al doctor de guardia. Así se reveló a la mirada pública el infierno en el que vivía María de Jesús Gress, en ese febrero de 1930.

El médico examinó la lesión. Era un corte profundo, que, atendido a tiempo, dejaba a la víctima fuera de peligro. El galeno notó en su reporte que, probablemente, la herida había sido producida por un objeto cortante, extremadamente afilado, acaso una navaja de barbero. Como parte del proceso obligado, el Comisario acudió a hablar con la mujer, una vez que fue curada.

Así se enteró que la mujer, de unos treinta años, respondía por María de Jesús Gress. Vivía en el número 33 de la calle Juan de la Granja, más allá del barrio de la Merced. Todavía nerviosa, todavía inquieta, la mujer atropellaba sus explicaciones. Al “¿Cómo se hizo esa herida?” María de Jesús empezó a contar una historia de amores, que empezó ocho años atrás. Ella, le confesó al comisario, no tenía idea de que las cosas iban a ser así de terribles.

-Pues, ¿qué le pasó?, insistió el comisario.

Al borde de las lágrimas, María de Jesús Gress empezó a hablar de Alejandro Miranda García, su Alejandro, el hombre con el que compartía la vida desde 1922 y que era, en la vida de todos los días, su torturador.

SORPRESAS PELIGROSAS

Era diciembre de 1921. Eran días de posadas. Una de esas noches de fiesta. María de Jesús conoció a Alejandro Miranda. Haya sido porque ambos estaban buscando el amor verdadero, porque en aquel instante cada uno buscaba, a su manera, un asidero en la vida o un remedio a la soledad, o, incluso, una víctima, el flechazo fue instantáneo.

Alejandro se apasionó de María de Jesús. Ella le correspondió de inmediato. Empezó un romance feliz, apresurado, de esos que marean a quienes lo experimentan. Tan intenso fue aquel deslumbramiento, que en las últimas horas de 1921 decidieron que el año que comenzaba los encontraría juntos para todo lo que deparara.

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Así, el primer día de 1922, María de Jesús y Alejandro empezaron su vida en común en la casa de Juan de la Granja 33. Después, interrogados por los reporteros de policía, los vecinos de la calle afirmarían que aquellos dos parecían una pareja feliz, tranquila, sin complicaciones. Iban y venían en los quehaceres de la vida diaria. Nadie sospechaba que, puertas adentro, ocurriera algo distinto.

-Señora, le pregunto de nuevo: ¿cómo se hizo esta lesión?

Ella continuaba hablando. El hilo de su relato se desgranaba despacio, como si repasara todo, para darse cuenta del momento en que todo se había torcido. Pero en ese íntimo recuento, no parecía haber nada raro… hasta que surgió el oscuro detalle.

Alejandro Miranda, en opinión de ella, era la pareja perfecta: cumplido proveedor del hogar, trabajador, cariñoso. No se iba de juerga ni se emborrachaba. Bueno… tenía una mala costumbre que, de verdad, señor, no le nublaba el juicio. En los años de su primera juventud, Alejandro se aficionó a fumar marihuana. Tampoco crea, señor comisario, que era grave. Solo lo hacía de vez en cuando, y con un cigarro de esos le bastaba, no más. Ni siquiera, figúrese, se le alteraba el ánimo o perdía el juicio.

-¿Entonces, señora? ¿Qué tiene que ver su marido con la herida? ¿Él se la hizo?

María de Jesús Gress empezó a contar “esa otra costumbre” de Alejandro. Esa torcida práctica que, esa mañana de 1930, hizo que la mujer sintiera la cercanía de la muerte. El asunto dejaba de ser una extraña sorpresa en su vida de pareja, para volverse un riesgo brutal.

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Fue eso, la sensación de estar en la orilla del abismo, lo que llevó a María de Jesús a la Segunda Demarcación.

EL DEFECTO DE ALEJANDRO

La vida parecía ser perfecta desde el primer día… hasta que llegó el anochecer del 1 de enero de 1922. En medio de caricias y risas, apareció la peculiar ocurrencia de Alejandro: sacó un estilete afiladísimo, con el cual le asestó un pequeño golpe a María de Jesús. Casi nada, diría ella en 1930. Casi un juego. Apenas con la fuerza suficiente para que el instrumento hiciera lo suyo y abriera en la carne de la muchacha una herida pequeña, ligera pero sangrante. Alejandro apagó con un beso el sobresalto de la muchacha. Tonta, no te asustes, si nomás estoy jugando.

Esas mínimas gotas de sangre parecían una broma oscura.

El pequeño problema era que, a lo largo de ocho años y dos meses, la “ocurrencia” de Alejandro se repitió con aterradora frecuencia, con la fuerza necesaria para que, en cada agresión, del cuerpo de la muchacha saliera “un poco de sangre”.

Escandalizado, el comisario llamó al médico, y ordenó un reconocimiento completo del estado de salud de María de Jesús Gress. A medio camino entre el desconcierto y el azoro, se retiró a esperar el dictamen.

Era inevitable que el informe médico atrajera a la prensa policiaca que, se sabe, rondaba por inspecciones y demarcaciones, en busca de la “carnita”, de la materia prima, historias de crimen, pasión y muerte, que al día siguiente pregonarían los periódicos. No podía ser de otra manera: según el doctor que la examinó, María de Jesús Gress tenía en el cuerpo la huella de un maltrato constante, que no podía ser sino producto de alguna perturbación mental. En total, la mujer tenía 781 cicatrices de heridas similares a la de la nuca, lo que desmentía la versión de que se tratar de heridas pequeñas o leves. En brazos, espalda, manos y cuerpo, estaba plasmado el mapa del infierno de María de Jesús Gress.

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Hoy día, el caso de esta mujer sería visto como uno de esos sucesos de brutalidad, donde la víctima padece tanto miedo, que acaba inclinada a disculpar a su agresor o minimizar el daño. María de Jesús, en su momento, agregó un matiz a su narración: a veces, Alejandro, besaba con ardor la herida que acababa de producir.

No necesitaba más el comisario para ordenar la búsqueda de Alejandro Miranda.

UNA VEZ VÍCTIMA, SIEMPRE VÍCTIMA

Al mediodía, Alejandro Miranda llegó a su hogar para comer. Lo esperaba la policía, que, sin muchos miramientos, se lo llevaron preso. Lo aguardaba el comisario, para escuchar su versión de aquel horror.

Miranda no se perturbó en lo más mínimo. Sin preocupación, declaró que todo lo dicho por María de Jesús era cierto. Admitió que, al principio, la muchacha no solo le tenía horror a aquella práctica; había clara resistencia, que él, a fuerza de besos y caricias, acabó por vencer. De hecho, agregó, cada vez que la hacía sangrar sentía un intenso placer. Tal vez, dijo, esa fuera la razón por la cual María de Jesús acabó “acostumbrándose”, a grado tal, que, cuando “a él se le olvidaba, ella solicitaba” aquel ritual, preñado de violencia.

Empezaron las indagaciones. Los vecinos de la calle Juan de la Granja apenas podían creer lo que aparecía en las notas de la prensa. Si se veían de lo más normales. Algunos afirmaron que, con frecuencia, la señora se quejaba de que “se había cortado”.

Aquellos dichos se confirmaron con la declaración de la sirvienta de la casa, Eva Ocejo, quien afirmó que en muchas ocasiones había visto a María de Jesús curándose las heridas.

El escándalo se detonó por las abundantes heridas de la muchacha, pero la historia se diluyó en el fragor de la nota roja diaria. No sabemos si Alejandro Miranda fue sancionado, si María de Jesús Gress siguió a su lado, o la herida en la nuca la llevó a buscar otra vida. Lo que sí sabemos es que la prensa de 1930 habló de la mujer a partir de las declaraciones de Alejandro, afirmando que en cada herida la muchacha experimentaba “un secreto deleite”, y que esa era la razón de su silencio. Miranda había minimizado la denuncia de María de Jesús: la noche anterior habían peleado, eso era todo. Nada de importancia, según él.

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En aquellos años, salvo rarísimas excepciones, el periodismo era oficio de varones. No había reporteras. No había una mirada que intentara encontrar el miedo en los ojos de María de Jesús Gress.