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Disputa en el Congreso: ¿quiénes son los héroes de la patria?

A principios de 1823, Agustín de Iturbide y el Congreso Constituyente estaban enzarzados en conflictos constantes. Las acusaciones de traición iban y venían; algunos diputados habían sido perseguidos y no era un secreto la existencia de una fuerte corriente republicana. Y entre esas discusiones, apareció un tema importantísimo: ¿quién era el verdadero padre de la Patria?

Hidalgo y Morelos, líderes de la Independencia de México
Hidalgo y Morelos, líderes de la Independencia de México Hidalgo y Morelos, líderes de la Independencia de México (La Crónica de Hoy)

No era poca cosa el desacuerdo entre Iturbide y los integrantes del Congreso. Se estaba hablando, ni más ni menos, de la trascendencia, del paso a la Historia con mayúsculas. Y ciertamente, era un diferendo más. Así había sido la vida política del país desde febrero de 1822, cuando el Constituyente se había instalado. Pero un año después, las cosas no estaban mejor. La súbita merma de los ingresos del país, ocasionados por la decisión de Iturbide de eliminar algunos impuestos, no ayudaba al clima nacional. La proclamación de Iturbide como emperador, ocurrida en mayo de ese año y luego sancionada por el Congreso, terminó por tensar aún más los ánimos: sencillamente, el flamante monarca y los legisladores no se entendían.

En la segunda mitad de ese 1822, fue evidente la embestida republicana contra el imperio de Iturbide. Y en ese contexto, surgió la disputa por quién debería ostentar la etiqueta, por los siglos de los siglos, de “padre” de la jovencísima nación.

Para Agustín de Iturbide, discutir el asunto era ocioso, porque, evidentemente, él mismo era el artífice de la independencia, conseguida a fuerza de audacia, buenos oficios negociadores y la capacidad de atraerse voluntades. Pero la fracción republicana del Congreso no pensaba del mismo modo. Nadie le escatimaba a don Agustín sus méritos, ciertamente. Pero para estos hombres, la calidad de artífice de la independencia, de impulso inspirador, de llama fundacional, debía buscarse en el Bajío, más concretamente, en el curato de Dolores. Para los opositores del emperador, era el sacerdote Miguel Hidalgo el verdadero y esencial “Padre de la Patria”, aunque su relampagueante campaña militar no hubiese durado sino cuatro meses de vértigo, que, ciertamente, habían bastado para desmoronar el orden virreinal y desatar las inconformidades y agravios acumulados por siglos.

El problema consistía en que Iturbide no estaba dispuesto a dejar que le bloquearan su paso a la inmortalidad.

En vista del clima de enfrentamiento, la discusión acerca de quiénes eran los fundadores y por lo tanto los padres del imperio mexicano, adquirió tintes ideológicos, a grado tal que manifestarse a favor de la reivindicación de los líderes insurgentes de 1810 equivalía a declararse republicano y casi enemigo de Agustín de Iturbide.

No había manera de destrabar la discusión. Los diputados opositores argumentaban que Miguel Hidalgo y quienes lo siguieron en 1810, además de personajes como José María Morelos e incluso el español Xavier Mina, habían muerto como defensores de la causa independentista y habían sido enjuiciados y ejecutados como delincuentes; fusilados por la espalda como traidores, e incluso sus restos habían sido exhibidos, como escarnio a los muertos y como terrible advertencia para los vivos.

Pero Iturbide no estaba dispuesto a que le arrebataran su inmortalidad. Se opuso con firmeza a una reivindicación de los caudillos insurgentes, Mucho menos le parecía que a aquellos señores se les llamara héroes. Él, en unos pocos meses, ¡había logrado tanto! ¡había convertido estas tierras en una nueva nación! Y los señores diputados le escamoteaban la gloria y, encima, lo colocaban en un decoroso, pero poco emocionante, puesto secundario.

En realidad, habían transcurrido muy pocos años desde aquella madrugada de septiembre de 1810, y si bien eran ya muy pocos los que remontaban su curriculum militar a la campaña de Hidalgo, existían varios personajes con fuerza política y méritos militares, formados al lado de Morelos: Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo. Había insurgentes con vida y memoria, que no estaban dispuestos a abandonar su cuota de poder y su pedacito de Historia por las ambiciones de Iturbide.

Seguramente, el flamante emperador pasó de la incomodidad a la furia cuando el diputado Carlos María de Bustamante se apareció en el Congreso y presentó su proyecto de homenaje a los caudillos insurgentes: propuso destruir las cuatro fuentes que acumulaban basura en las cuatro esquinas de la Plaza de Armas –nuestro Zócalo– y las sustituirían cuatro columnas dedicadas a la memoria de Hidalgo, de Allende, de Morelos y de Mina. Serían monumentos truncos, para recordar que ninguno de estos cuatro personajes logró ver terminada la causa que los había llevado al campo de batalla.

¿E Iturbide? Ah, sí, agregaba Bustamante, que, por cierto, también había servido con Morelos; a don Agustín se le pondría una placa en la proyectada columna a la independencia, que en esos años se pretendía colocar en la Plaza de Santo Domingo. La placa diría: “Al ciudadano Agustín de Iturbide y Aramburu, porque en el espacio de siete meses concluyó con medidas prudentes más bien que con armas, la obra de la libertad e independencia, comenzada desgraciadamente once años antes”. Era un mensaje que enunciaba en pocos trazos el mérito del emperador. ¡Pero era tan poco glorioso...!

El asunto se quedó entrampado, y lo más que se logró mientras duró el primer Imperio Mexicano, fue que Iturbide accediera a incluir el 16 de septiembre en los decretos de fiestas nacionales.

En marzo de 1823, el emperador abdicó. La situación resultaba insostenible: a los problemas financieros se sumaba la sublevación, iniciada por Antonio López de Santa Anna. El Plan de Casa Mata extendió la rebelión e impulsó la creación de un nuevo Congreso. Y aunque Iturbide llamó a los nuevos diputados a la reconciliación e incluso insinuó la posibilidad de una amnistía para los rebeldes, el asunto ya no tenía remedio. El 19 de marzo, y por medio de una carta, el secretario de Justicia, don Juan Gómez Navarrete, dio a conocer la abdicación de Agustín de Iturbide.

A los pocos días, el ex emperador salía del país con su familia. El Congreso, en tanto, puso manos a la obra: declaró que la coronación de Iturbide había sido producto de la fuerza y le quitó toda legitimidad; desvinculó a la nación de los Tratados de Córdoba y del Plan de Iguala, y resolvió que la nación estaba en libertad de elegir con libertad qué tipo de gobierno habría de constituirse, desaparecido el imperio.

¿Y el pleito Hidalgo-Iturbide? El Congreso lo resolvió con la ley que promulgó el 19 de abril de 1823, en la cual declaró “beneméritos en grado heroico” a Hidalgo, a los insurgentes que murieron con él en Chihuahua, a Morelos y a Xavier Mina. Se dispuso el desagravio de sus restos y se ordenó su exhumación, donde quiera que se encontraran, para traerlos a la Ciudad de México y darles un lugar de eterno descanso, conveniente a su nueva categoría de héroes de la patria.

Así se procedió: desde Chihuahua, con todo y acta, fueron enviados los restos, de Hidalgo y sus compañeros, y otra misión se fue a Guanajuato por las cabezas que durante años habían colgado de las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas; otra misión fue a Ecatepec a rescatar los huesos de Morelos, otros partieron a Valladolid por lo que quedara de Matamoros –llegaron tarde y mal: en vez de los restos del cura trajeron los de una señora, pero eso no lo supimos sino hasta 2010–  y otra misión se fue al Cerro del Bellaco, a exhumar a Mina y a Pedro Moreno. Así, los nuevos héroes, los que serían desde entonces y para siempre los padres de la patria mexicana, llegaron a la Ciudad de México, a recibir los honores que a su condición correspondían.

Se planeó un monumento con rejas, pirámides y árboles, pero a la hora de la hora, se los llevaron a la Capilla de la Cena, en la Catedral. El cabildo se asustó cuando se dio cuenta de que la gente, pensando que los restos eran reliquias de santos, dio en rezarles y ponerles veladoras. Decidieron bajar los restos a la cripta subterránea. Juntos, pero no revueltos, a la Catedral llegaron, en 1838, los restos de Iturbide. Mientras los insurgentes reposan con ocasionales sobresaltos en la columna de la independencia. A don Agustín aún lo mantienen en la Catedral, y cada año le mandan a decir misa. Y no, la disputa por determinar quiénes son los “verdaderos” héroes de la patria, aún da de qué hablar, de vez en cuando.

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