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Félix María Calleja; Victoriano Huerta: hasta los malos tienen su corazoncito

Riesgoso mirar el pasado en blanco y negro; imposible encontrar a los próceres de la patria, de cualquier patria, que no tuviesen un gesto de miedo, de mezquindad, de ira o de rencor. Igualmente, imposible encontrar a uno de los llamados “villanos” de la historia, exento de algún rasgo de humanidad. Ellos, los condenados por las narrativas broncíneas, lo culpables de grandes traiciones, o grandes persecuciones o grandes errores, también se dieron tiempo —a veces más, a veces menos— para el amor.

Francisco de Miranda y su esposa
Francisco de Miranda y su esposa Francisco de Miranda y su esposa (La Crónica de Hoy)

Los villanos de la historia también sintieron, en algún momento de sus vidas, las mariposas en el estómago que los entendidos señalan como señal inequívoca del enamoramiento fulgurante, de la pasión que puede nublar la razón. Problema espinoso es querer acomodar esa etiqueta, “villanos” a los personajes históricos. Pero esa es la manera en que muchos mexicanos han asumido a ciertos protagonistas del pasado. Quitémosles el uniforme. Imaginémoslos por un momento: emocionados, inquietos porque tienen enfrente a la mujer que les quita el sueño.

Por ella darían mucho, se sentarían a negociar o a jugar vencidas con el diablo. Pero en la historia mexicana, no abundan los que darían su reino, su mando o su poder por puro amor. Lo que hay, en cambio, son seres humanos, capaces de sentir la gama de emociones que nos distingue y nos define. Muchos de estos, los “malos de la historia” se dieron unos momentos para cortejar, para hacer vida en común, para sentir duelo o alegría inmensa. Puede que a alguien le cueste trabajo imaginarse a Victoriano Huerta llamando a una puerta con un ramo de flores, o a Antonio López de Santa Anna intentando olvidar los ojos que le han robado el corazón. ¿Puede alguien imaginarse al fiero Calleja, angustiado porque la mujer de su vida es rehén de sus enemigos? Todo esto ocurrió, aunque no suela narrarse en los libros de historia política. Pero ocurrió. Esto no es adivinación. Esto es lo que sí sabemos que sí pasó.

Ella era una rica heredera potosina, y se llamaba Francisca de la Gándara. En algunos libros se habla de ella como la única “virreina mexicana”, porque los azares y vaivenes de la guerra de independencia llegaron a colocar al hombre con el que se casó en el puesto de virrey. En realidad, ese sería el rasgo distintivo de aquella mujer, si no fuera porque, como esposa de un militar, le tocaron experiencias difíciles.

Calleja era bastante mayor que Francisca: era capitán y director de estudios en el colegio militar del puerto español de Santa María en 1784. Dos años después, Francisca nacía en san Luis Potosí. El destino, la gana de ascender, trajo al capitán Calleja a la Nueva España en 1789. Fue instructor e inspector de milicias, viajó, conoció el reino. Ganó jerarquías. Con el grado de comandante de la décima brigada de milicias, se estableció en San Luis Potosí, y allí conoció a la joven Francisca. Era 1800, Francisca empezaba a convertirse en una mujer.

El militar se adaptó a la vida novohispana. Hay quien dice que se iba convirtiendo un poco en nativo de estas tierras. Tanto, que se enamoró de una criolla con la que se casó en enero de 1807. Por dinero y posición militar, la pareja formaba parte de esa élite que se conocía, aunque no vivieran en la misa ciudad. Hasta San Luis llegaba la fama del talento de Miguel Hidalgo, y llegó a ocurrir que, en ocasión de alguna fiesta, Calleja, Ignacio Allende e Hidalgo, coincidirían en la misma corrida de toros.

Aquella vida, que parecía apacible para los más poderosos y los más ricos, se quebró cuando, a raíz de la invasión napoleónica a España, los criollos novohispanos vieron la oportunidad de pugnar por la autonomía. Es hora de llamar a los militares leales a combatir por la corona. Calleja, en 1809, ocupa la comandancia militar de la ciudad de México. Un año después, al estallar la rebelión dirigida por Hidalgo, moviliza a sus tropas potosinas y se convierte en el gran jefe militar realista.

Es octubre de 1811, y Calleja ya es mariscal de campo. Suyas son las grandes victorias; es el que ha logrado derrotar al enorme ejército de Hidalgo. Su siguiente contrincante es José María Morelos. En Cuautla medirán fuerzas.

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Febrero, marzo y abril de 1812: tres meses dura el sitio. De manera inusual, Francisca, a bordo de un carruaje, acompaña a su esposo al cerco de Cuautla. Y, en cierto modo, fue bueno, porque Calleja padece un derrame de bilis y mil achaques originados en la insalubridad reinante dentro y fuera de Cuautla, y los continuos corajes que hace cuando se da cuenta de que los insurgentes de Morelos se dan ánimo burlándose de él y de sus tropas: “Ya viene Calleja con sus batallones, agarrando viejas por los callejones”, cantan, y el relajo se escucha hasta el campamento realista. Para echar ácido en la herida, Morelos se entretiene, a ratos, en enviarle cartas burlonas. El español está furioso; sueña con pasar a cuchillo a cada uno de los sitiados. Francisca está al pendiente del militar, y se encarga de atenderle los malestares.

Encima, no falta quien diga que Calleja descuida su misión por entretener, con música y bailes a su esposa, a quien las tropas llaman “mariscala”. Pero había una razón muy seria para llevar consigo a su esposa a Cuautla: el mariscal temía que la secuestraran para usarla como rehén. Eso ya había ocurrido antes, después de la batalla de Aculco, y en aquella ocasión Francisca fue canjeada por la esposa del insurgente Rafael Iriarte.

Como se sabe, los insurgentes rompieron el sitio y dejaron a Calleja con un palmo de narices. Al mariscal, el carácter se le agrió tanto, que muchos atestiguaron cómo maltrató y gritó a Francisca, desquitándose de su frustración.

La guerra siguió su curso, y tocó a Calleja, a la larga, mirar cómo Morelos era derrotado y ejecutado. Durante un breve periodo ocupó el cargo de teniente general de los ejércitos reales y virrey. En 1816 entregó el poder a su sucesor, Juan Ruiz de Apodaca, y partió con Francisca hacia España, llevando a Concepción, la hija que habían tenido en 1814. En 1815 había nacido su hijo varón, Félix María José de Guadalupe, pero el pequeño vivió apenas unos meses. Cuando salieron de Nueva España, Francisca estaba embarazada de nuevo. Dio a luz a principios de 1817, en La Habana. A la niña que nació, la llamaron María Guadalupe. La pareja, ya en España, tendría otros dos hijos.

La vida en España fue difícil. Aunque Calleja había sido ennoblecido con el título de Conde de Calderón, siempre se le acusó de no haber hecho suficiente para ahogar la rebelión insurgente. Lo encarcelan, acusado de deslealtad a los que defienden la constitución de Cádiz, pero Fernando VII lo libera cuando restaura el absolutismo.

En 1822, le permiten establecerse en Valencia. Francisca tiene 36 años, pero muy probablemente Calleja tiene al menos 12 o 13 años más, y está muy mal de salud. Ella lo cuida hasta su muerte, ocurrida en 1828, y le sobrevive 27 años. Nunca volvió a casarse.

Hizo carrera: era ingeniero topógrafo; sabía de matemáticas, de astronomía. Sobrevivía medrando a la sombra de Bernardo Reyes, y en 1913 toma la decisión que le cambia la vida al dar el cuartelazo que sí funcionó y derrocó al gobierno de Francisco I. Madero. El cuartelazo fracasado, el de Félix Díaz y Manuel Mondragón tuvo menos fuerza, o menos audacia o menos habilidad.

Después de la maniobra legal que le permitió llegar a la presidencia, en febrero de 1913, Huerta retuvo el poder hasta julio de 1914. En ese año y cuatro meses, su esposa, Emilia Águila, hizo vida pública y fungió como “primera dama”. Hay quien habla de ella como una mujer fea, fea a secas, como para hacer juego con ese esposo, alcohólico y de aspecto duro. Edith O´Shaughnessy, esposa del encargado de negocios de la embajada estadunidense escribió que “la señora Huerta fue una mujer muy bella, de finas cejas y dignos ojos; ahora es seria y callada, con una expresión de sobriedad en el rostro”.

Emilia Águila era veracruzana de Xalapa, de “buena familia”, aunque no ricos. Poco se sabe de cómo se comprometió y casó con Huerta, pero sí sabemos que en esos meses que hubo de vivir en el castillo de Chapultepec, dejó el perfil discreto en el que había vivido muchos años, y desempeñó todas las actividades filantrópicas y sociales que antes que ella habían desempeñado Sara Pérez de Madero y Carmelita Romero Rubio. No hay historias ni chismes que la pinten como una mujer maltratada, a pesar del perfil de Victoriano Huerta.

Por difícil que resulte creerlo, Huerta tenía reputación de padre cuidadoso y hasta afectuoso. Vivía con Emilia y los 13 hijos que tuvieron en su casa de la colonia San Rafael, y, durante su mandato, su hija Luz contrajo matrimonio con un capitán del Estado Mayor. La fiesta fue enorme, y el presidente parecía, simplemente, un esposo y padre contento porque se le casaba una hija, y admitía las felicitaciones de los 300 invitados al lujoso banquete. Entre esos invitados estaban algunas de las familias más adineradas de la élite porfirista.

Pero sabemos también que Huerta dejó la presidencia, cercado por el constitucionalismo, en julio de 1914. A la familia solo le quedó el exilio. Era 1916 cuando Victoriano Huerta murió, de cirrosis, en Estados Unidos. Su esposa, una más de aquellas mujeres leales y abnegadas que corrían la suerte de sus cónyuges, le sobrevivió veinticuatro años más.

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