
El jefe del departamento del Distrito Federal, o el regente, como se le conocía también, la gente le cambió el nombre a finales de los años 70. Carlos Hank González comenzó a ser conocido como “Gengis Hank”. Cualquiera que visitó la Ciudad de México en ese paso de una década a otra, entendió perfectamente el sentido del sobrenombre. En ese paso de una década a otra, propios y extraños se encontraban, de repente, con paisajes que parecían sacados de una película de guerra: zanjas enormes, avenidas cerradas, montones de tierra y escombros, franjas de casas por las que parecía haber pasado un tornado, y apenas quedaba la huella de un muro, un ventanal arrojado por ahí. Aquella operación de cirugía mayor fue la que llevó a los habitantes de la ciudad de México a moverse en un universo diferente a lo conocido hasta entonces: el de los ejes viales.
Años después, Hank González recordó que los habitantes de la capital lo odiaron a conciencia todo el tiempo que duró aquella transformación urbana: “La ciudadanía se encrespó. Me aborrecía… insultaba a Hank González… y a su mamá… pero había que hacerlos, y la gente tenía razón en quejarse… Materialmente tuve que destruir la ciudad, para que después me permitieran reconstruirla…”.
No exageraba “Gengis Hank”. La capital mexicana de los años 80 era producto de aquel vendaval. El crecimiento desordenado, el surgimiento de nuevas colonias, cada vez más lejos de los empleos de la gente y la existencia de lo que se conocía como “el pulpo camionero”, aquella intrincada red de concesiones del transporte público que se movía por calles angostas y siempre congestionadas, que, frecuentemente eran de doble sentido, hacían que los capitalinos se moviesen en un proceloso océano lleno de inconvenientes, lo mismo si eran automovilistas o se movían en los camiones o en los peseros, que, para los años ochenta eran, como siguen siendo, un recurso problemático pero aún insustituible. Solo existían algunas pocas avenidas enormes e importantes, como Paseo de la Reforma, Avenida de los Insurgentes o San Juan de Letrán, que iba cambiando de nombre, y que, para ese entonces, resultaban evidentemente insuficientes para el tráfico capitalino. Internarse en auto o moverse en camión por el centro de la ciudad era una experiencia tortuosa, sofocante y lenta, muy lenta.
Eran tiempos en que la gente se movía en unas líneas del Metro que aún eran pocas y con alcance limitado; el medio más socorrido eran los camiones, algunos con rutas que se antojaban para un poema, como el Juárez- Loreto que inmortalizó Efraín Huerta, o el Roma-Mérida, que después de pasear por las cercanías de la Villa de Guadalupe, acababa internándose en la zona céntrica de la capital. Esos camiones, generalmente atiborrados, deteriorados, que jugaban carreras y se peleaban el pasaje son un clásico urbano que a la fecha siguen formando parte de la vida en la Ciudad México.
Pero en los años ochenta, el panorama apenas empezaba a modificarse. Ir a la Ciudad Universitaria era una larga travesía: en autobús se salía y se entraba de CU, que, incluso, tenía su propia terminal. Ir a clases a puro camión, podía tomar un par de horas que los estudiantes universitarios de aquellos días invertían, frecuentemente, en estudiar o leer.
El tiempo, antes de la llegada de los ejes viales, parecía correr con lentitud en los ires y venires por la ciudad, porque muchos camiones hacían rutas larguísimas, y los boletos, de papel delgadísimo, casi de china, de colores diversos, foliados, que obtenía el usuario de camión a cambio de su pago, iban con frecuencia a dar a las páginas de algún libro de donde ya nunca más saldrían, o a una cartera donde tal vez se acumularían. Hoy, como tantas otras cosas, son piezas de colección.
En el afán de reordenamiento, el rostro de la capital cambió. Para hacer los ejes viales se expropiaron cientos de casas “por utilidad pública”, y, una vez desaparecidas, se trazaron rutas de norte a sur y de poniente a oriente. Los burlones se referían a la magna obra como “Zanjas Viales”.
A los extremos de cada una de las nuevas avenidas se reservó un carril, exclusivo para autobuses o para trolebuses. Un hecho transformaba el movimiento: ¡se sincronizaron los semáforos! Visto así, los ejes viales le dieron fluidez a la siempre sufrida ciudad de México. El tiempo comenzó a correr a otra velocidad.
En los años ochenta, uno de los autobuses más socorridos eran los “delfines”, blancos con cristales ahumados, que habían empezado en la década anterior como un transporte público “de lujo”. ¡Hasta asientos acojinados tenían y no se permitía viajar de pie!
Pero el paso del tiempo y el uso masivo de aquellos modelos, acabaron por quitarles lo lujoso y se volvieron transportes tan agobiados y tan repletos como todos. Para mejorar el servicio, aparecieron, entonces, las “ballenas”, diferentes, modernos. En 1981, el presidente López Portillo, que había escrito en su diario “Ojalá que funcionen”, refiriéndose a los ejes viales, anunció la creación de Autotrasportes de Pasajeros Ruta-100, y se anunció la revocación de las concesiones de transporte público.
Pero nos fuimos acostumbrando. No sin un dejo de nostalgia, el compositor Arturo Márquez produjo, años después, un danzón que recordaba tiempos idos, aventuras corridas en esas calles que sonaban diferente al brutal murmullo ochentero. Al crear “La Pasión según San Juan de Letrán”, Márquez aludía a un mundo que se iba borrando a medida que la ciudad crecía monstruosamente.
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