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Las ventajas del rechazo

Un texto del Dr. Gerardo Gamba acerca de la experiencia de haber estudiado medicina en la UNAM

Las ventajas del rechazo

Las ventajas del rechazo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Cuando estaba en la preparatoria de la Universidad La Salle, en la calle de Benjamín Franklin, era mi deseo e ilusión ingresar a la Escuela Mexicana de Medicina de la propia Universidad, que entonces gozaba de muy buen prestigio. La competencia era muy fuerte ya que el costo de las universidades privadas no era tan alto, así que cualquier familia de clase media podía cubrir el costo de universidad privada para sus hijos, lo que ahora es imposible. No tenía contemplado aplicar a la Universidad Nacional Autónoma de México, a pesar de que la casa de mis padres estaba a cinco minutos de la Facultad de Medicina de la UNAM, por lo que debía de haber sido mi primera opción. Sin mencionar, por supuesto, la gratuidad de la Universidad.

La UNAM venía de una década de desprestigio progresivo, impulsado al parecer por el propio gobierno. En 1968 había ocurrido el genocidio de Tlatelolco, que pretendieron tapar como al sol con un dedo y en 1975, justo en la Facultad de Medicina, el Presidente Echeverría fue expulsado a gritos por los estudiantes y cuenta la leyenda que le fue propinada una pedrada, porque el presidente dejó las instalaciones universitarias con clara evidencia de sangrado en la cabeza.

Así que, lo que se decían de la UNAM y en particular de la Facultad de Medicina en el círculo de la clase media acomodada, eran cosas terribles. Que los salones eran de más de 150 alumnos y los maestros nunca venían. Que en la primera semana te agredían los compañeros de años arriba de una forma inhumana. Que sólo había que inscribirse y no morirse para poder graduarse. Que saliendo de la UNAM no encontrarías trabajo en ningún lugar porque nadie los quería.

Después de un complicado, pesado y costoso curso propedéutico que tuvimos que tomar por las tardes en La Salle durante el tercero de preparatoria, en el que siempre me llamó la atención que la mitad de las pláticas las daban médicos que venían a quererte convencer de no estudiar medicina, fui rechazado. Me dolió, pero no me sorprendió, ya que en la preparatoria yo había sido un estudiante promedio, nada de que presumir.

Para echarle más sal a la herida, recuperado del golpe, presenté solicitud de ingreso en la Universidad Anáhuac, cuyo programa de medicina apenas había empezado, pero la Universidad era muy bonita. Tampoco me aceptaron. Así que, estuve varios meses en el limbo, esperando la convocatoria para el examen de la UNAM, con la sensación de ser el rechazado y tener que optar por la que muchos consideraban como la peor opción, mientras que algunos compañeros míos, que para entonces me veían hacia abajo, empezaban el primer semestre en La Salle, con sus flamantes uniformes blancos.

Salió la convocatoria, me inscribí y me presenté al estadio Azteca, para sustentar el examen. Hoy en día, no lo hubiera pasado de ninguna manera. Pero en ese entonces tuve la ventaja de que la competencia era miles de veces menor de lo que es ahora, por las razones que ya mencioné.

Si el cartero te traía un sobre grande, eso significaba que estabas rechazado y te estaban devolviendo tus papeles. Si te traía un sobre normal es que te habían aceptado. Y así fue, una semana antes de iniciar las clases, apareció el cartero con el esperado sobre. Mi mamá hasta le dio cien pesos del gusto que le dio. La carta decía que había sido aceptado para iniciar el 23 de octubre de 1978 en el grupo 28, que era vespertino. Claro, me dijeron los amigos para revivir la herida, es que a los buenos alumnos los admiten en los grupos matutinos.

Una semana después me presenté a la cita y a cuarenta y dos años de distancia la UNAM no deja de sorprenderme y de enorgullecerme. No pasaron quince días del primer semestre para convencerme que entrar a la UNAM era lo mejor que me había pasado en la vida. Los grupos eran de 20 alumnos y en todas las materias, sin excepción, tuve maestros extraordinarios, cumplidos, presentes y respetuosos.

En el grupo vespertino conocí a los mejores alumnos que he visto jamás y que son ahora connotados especialistas o científicos en México, o en algún lugar del mundo. Poco a poco salí de la burbuja social en la que había vivido en la adolescencia y empecé a entender la verdadera realidad de mi país, tanto la buena, como la mala.

La UNAM me enseñó que en la diversidad está la fortaleza y me permitió conocer decenas de personas que son libres pensadores, cultos, inteligentes y sin miedo al infierno. Pero, por encima de todo eso, me enamoré de la laicidad de la Universidad. Todo esto por 20 centavos al año. Lo que se ahorró mi papá en colegiaturas, lo utilicé para comprar todos los libros que se me ocurría necesitar.

Además de mi carrera, la UNAM me dio la oportunidad de ser parte de la comunidad en donde se genera el 50% de las expresiones artísticas del País. Me permitió conocer gente que influyó en mí, para moldear mi gusto por la literatura, la pintura y por la música. Me permitió conocer la Sala Nezahualcóyotl, en la que a lo largo de 40 años hemos gozado, reído, llorado y cantado con innumerables orquestas, empezando por la OFUNAM. Nunca imaginé que un recinto me fuera a dar tanto, por tan poco. Si quieres presumir una institución que abre las puertas para la movilidad social, empieza por la UNAM.

Sabiéndome un estudiante promedio en la preparatoria, el rechazo me enseñó que cada individuo tiene que hacer el máximo esfuerzo para buscar sus objetivos y no esperar a que ocurran por arte de magia.

Me propuse que nunca me volverían a rechazar de ningún lugar y decidí actuar en consecuencia. Años después, pude acceder sin problema al posgrado en instituciones de gran prestigio como el Instituto Nacional de la Nutrición y la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard. Eso, también se lo debo a la UNAM.

Dr. Gerardo Gamba

Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán e

Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM.