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Pepita Peña, el gran, gran amor del mariscal Bazaine

De esta pareja, el historiador Jean Meyer ha escrito: “¡Cómo se quisieron aquellos dos!”. Se encontraron cuando nacía el segundo imperio mexicano, y juntos vivieron días de esplendor y boa-to, pero también de persecución y miseria. Por su mariscal francés, aquella jovencita mexicana llegó a sobornar, a navegar en lo más profundo de la noche, a soportar miedos e incertidumbres. Aquella pasión llamó la atención de monarcas y políticos, y el que más, el que menos, dejó en su correspondencia, y todos coincidían: el aguerrido militar, famoso por su capacidad y su valor, estaba loco por aquella muchachita.

Boda de Isabel II y Francisco de Asís de Borbón
Boda de Isabel II y Francisco de Asís de Borbón Boda de Isabel II y Francisco de Asís de Borbón (La Crónica de Hoy)

Todos los que lo contaron después lo tenían claro. Fue amor a primera vista, durante uno de aquellos, los primeros bailes del segundo imperio mexicano. Poco a poco, por docenas de cartas que viajaron de un lado al otro del mar, las élites de dos naciones se empezaron a enterar de los detalles de la historia. Todo mundo se hacía lenguas de la situación: el mariscal Achille [Aquiles] Bazaine, se había prendado de una jovencita de buena familia, Josefa, Pepita Peña y Azcárate, y entusiasmado, la cortejaba. Así comenzaba la historia de un amor que sobrevivió al proyecto monárquico de Maximiliano.

¿Por qué llamó tanto la atención, en su momento, este romance? En los hechos, Bazaine era, después de Maximiliano, el hombre más importante de ese imperio que vivía montado en una república liberal, como era el México al que había llegado el archiduque austriaco, respaldado por la Francia de Napoleón III. Era todo un personaje, un soldado profesional, al que se le reconocía valor y mérito.

El mariscal había hecho su carrera militar en España y en África. Luego, Achille Bazaine fue enviado a México. Era octubre de 1863, y tenía por misión consolidar la presencia francesa en el país, después de los medianos resultados que otros enviados de Napoleón III, como Dubois de Saligny y el general Elie Forey, habían entregado. Llegó a México con amplios poderes militares y políticos; a él se le encargaba, nada menos, que defender los intereses de Francia y cuidar que a Maximiliano de Habsburgo las cosas le salieran lo mejor posible. Por eso, por ser el brazo militar que sostenía el nuevo imperio, nunca hubo pleno entendimiento entre el austriaco y el francés.

Cuando Maximiliano y Carlota llegaron a la capital mexicana, en junio de 1864, una de las integrantes de su comitiva, la condesa austriaca Paula Kolonitz, a la que le encantaba meterse en donde no la llamaban, se enteró de que en la casa del mariscal se vivía como lo haría un soltero cualquiera, con frecuentes fiestas y bailes. Por la condesa sabemos, por cierto, que en aquellas reuniones, bastante ruidosas, se bailó por primera vez en México aquella danza que escandalizó muchos años a las buenas conciencias y que venía directamente de la vida nocturna parisina: el cancán.

Esa vida de soltero cambió por completo en agosto de 1864, cuando el mariscal ofreció un gran baile en honor de Maximiliano y Carlota en el Palacio de Buenavista, donde residía. Allí vio a una muchachita vestida de seda blanca, que lo fascinó. De inmediato, averiguó quién era ella.

Así se enteró que Josefa Peña y Azcárate, Pepita, tenía 17 años y era huérfana de padre; que su tía Juliana era la viuda del expresidente Manuel Gómez Pedraza, y que en la familia de la muchacha había gente de ideas más bien liberales. Su abuelo, Juan Francisco Azcárate, era considerado como uno de los precursores de la independencia del país. Con toda esta información, se acercó a ella y le pidió un vals.

El flechazo fue inmediato: muy pronto toda la ciudad de México estaba enterada de que el maduro mariscal, con sus 54 años y su corpulencia, paseaba por la calle del Coliseo Nuevo, donde vivía la muchacha, y hacía caracolear su caballo delante de los balcones de la familia. Pepita respondió con igual intensidad al cortejo de Bazaine, y muchos de sus contemporáneos hablaron y escribieron de la ternura que despertaba a propios y extraños el manifiesto amor que la muchacha le profesaba a su francés cincuentón.

Maximiliano y Carlota vieron con simpatía aquella relación. La emperatriz contó algunos momentos de ese noviazgo a sus parientes en Europa: “…en la rotonda del paseo estaba un coche, y en él, la novia, a su derecha, Bazaine, con la mirada radiante… cuando regresé, todavía estaban allí, sin moverse, el mariscal con una expresión de doble felicidad por ser visto allí…”.

Desde luego, hubo murmuraciones: ¿lograría el amor de Pepita dominar al orgulloso militar francés? Las cartas a Europa hablaban de “una joven mexicana muy bella, de diecisiete años…” Según Carlota, un sobrino del mariscal, un muchacho apellidado Furesira (sic), andaba diciendo por todas partes que Bazaine no pensaba en el matrimonio. Pero Carlota veía otra cosa: “yo lo considero [al mariscal] hombre de demasiado honor y corazón para burlarse e tal manera dela sencillez de una joven… últimamente, en un baile de disfraces, reinó como reina la señorita Peña…bailó dos cuadrillas, los lanceros y la habanera con el mariscal, el que luego la condujo al buffet, y después sus ayudantes bailaron con ella varias veces…”.

Carlota estaba convencida del éxito de aquel noviazgo: “el mariscal será un marido excelente, como lo fue con su primera esposa”. De hecho, Bazaine pidió a la emperatriz su apoyo para conseguir el permiso de Napoleón III y casarse con su Pepita. Ella escribió a la emperatriz Eugenia: “Doña Josefa Peña tiene diecisiete años, una cara bonita, es infinitamente graciosa y sencilla, de hermosos cabellos y tiene un tipo español muy expresivo…habla un francés muy puro, y lo que más habla en su favor es que, aunque comprende que es objeto de las atenciones de un mariscal, y por lo tanto de todo el ejército francés, ni por un momento ha perdido su aire de naturalidad, ni parece darse cuenta del gran porvenir que se abre ante ella…”.

La pareja no podía pedir más: el futuro parecía maravilloso.

De golpe, Pepita se convirtió en la segunda dama del imperio, y en las temporadas en que los emperadores se ausentaban de la capital, no había nadie por encima de los Bazaine. Durante los bailes, Pepita adoptaba maneras de la realeza: era ella, la mariscala, quien escogía con quién bailar “y no se deja elegir”, comentó su marido.

El primer hijo de Pepita y Bazaine fue bautizado en mayo de 1866; los padrinos fueron, otra vez, Maximiliano y Carlota. Esos gestos de cordialidad encubrían la muy mala relación entre el mariscal francés y el emperador de México. Cuando Napoleón III dio la instrucción de retirar a las tropas francesas de México, a principios de 1867, Pepita estaba a punto de dar a luz a su segundo hijo. Apresuradamente, la familia embala sus pertenencias y parte a Europa. Mientras el imperio mexicano se desvanece, a la familia Bazaine la tratan muy bien: los reciben en la corte, y la emperatriz Eugenia tiene a bien ponerse a conversar en español con Pepita. No todo es hermoso: pierden a su hijo primogénito, pero la vida les regala una hija, una pequeña a quien llamaron Eugenia y que es apadrinada en el bautizo por los emperadores de Francia.

Pero el encanto no duró para siempre. Con disimulo, Napoleón III convirtió a Achille Bazaine en una especie de “pararrayos” de los malos resultados de la expedición mexicana. La posición del mariscal empeoró en 1870, al sobrevenir la guerra franco-prusiana. En su calidad de comandante en jefe del Ejército del Rhin, tuvo Bazaine que apechugar con la derrota francesa que le costó la corona a Napoleón III. El mariscal fue enjuiciado, acusado de traición. Un periódico parisino dibujó a Pepita, arrodillada en la capilla del Trianón, rezando mientras los jueces deliberaban sobre el futuro de su esposo. Finalmente, lo condenaron a muerte, pero conmutaron la pena por 20 años de cárcel. Fue enviado a la prisión de Sante Marguerite. Allí lo siguió Pepita, con sus dos hijitos.

Pepita urdió una fuga: salió del presidio con los niños, alegando viajes necesarios. Una noche de 1874, hizo que su marido se descolgara, con una cuerda de sábanas, del muro de la fortaleza. Ella y su hermano aguardaban en la orilla, con un pequeño barco rentado en Génova. El asunto era todo un reto, pero el mariscal aguantó bien el descenso, en la oscuridad, hasta esa mancha blanca, que era el vestido blanco de Pepita, para ayudarlo a guiarse en el escape.

Así escapó Bazaine y huyó con su familia a España. Estaban juntos y eran libres. Napoleón III no los persiguió. Allí probaron el amargo pan del exilio y la pobreza durante varios años. Harta, agotada, Pepita decidió regresar a México, un poco en busca de soluciones, otro poco por escapar a los horrores de la pobreza.

Aún se conserva en el Archivo de Notarías de la ciudad de México el testamento de Juliana, la tía de Pepita, donde le dejaba una pequeña renta. Pero no era eso lo que decidió a la mariscala Bazaine a cruzar el mar de regreso a su patria. Ella venía con un objetivo fijo: cobrar aquellos cien mil pesos oro que, según lo dispuesto por Maximiliano, le correspondían como compensación desde el momento en que dejó el Palacio de Buena Vista y que era su dote de bodas. Tenía también la intención de vender una casa, perteneciente a su madre, recién fallecida, y que estaba en el callejón de Santa Clara (hoy Francisco Zarco), en la colonia Guerrero.

Así partió Pepita, acompañada de su hija Eugenia hacia México. En España se quedó el mariscal con sus dos hijos varones, Francisco y Alfonso. En cuanto puso un pie en la ciudad de México, en 1887, la prensa se preguntó, ¿a qué regresaba la mariscala Bazaine, después de veinte años de ausencia? Algunos, seguramente enterados de los propósitos de Pepita, hablaron del reclamo que la mariscala, a sus 40 años de edad, pretendía hacerle al gobierno mexicano: sus 100 mil pesos oro.

Pero México había cambiado mucho. No faltó quien se mofara de sus pretensiones. Aunque inició un juicio para reivindicar la propiedad del palacio y obtener el dinero, nadie se tomó en serio la demanda. Con la venta de la casa de su madre, pudo enviar dinero a España para sostener al mariscal, que declinaba. Quiso Pepita escapar de una realidad que la asfixiaba, porque, a pesar de que en sus cartas prometía volver pronto, pasaron las semanas y los meses, sin que emprendiera el viaje. Pasó más de un año. Achille Bazaine murió en septiembre de 1888, sin volver a ver a Pepita. En última carta le decía que veía cerca a la muerte: “nunca he dejado de amarte un solo momento”, escribió.

Pepita ya no regresó a España. Allá, sus hijos hacían carrera militar. Ella prefirió quedarse en México, acompañada por su hija Eugenia, viviendo con modestia; ella que había sido la segunda dama de un imperio desaparecido.

La mariscala, que había sido tan amada, murió en Tlalpan, en enero de 1900. La llevaron a enterrar en la tumba de su tío, el expresidente Gómez Pedraza, en el panteón Francés de la Piedad. Allí sigue, en un nicho pequeñito que en francés dice: “La Mariscala Bazaine”.

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