Las máquinas no están vivas ni tienen conciencia, sentido de yoidad o individualidad; son, desde su realidad artificial, rudimentos tecnológicos inertes supeditados, en el caso de la Inteligencia Artificial (IA), a una lógica algorítmica ya programada que progresivamente se va actualizando con nueva información, como es el caso de la IA generativa.
Vaya que para las mentalidades más tecnofílicas cuesta aceptar esta afirmación que suena a sentencia, a un llamado a la sensatez más humanista y confrontativa frente a un transhumanismo que cree en la paridad entre el hombre y la máquina.
No es lo más sano para nuestra mente dar por válidas las reacciones afectivas, comprensivas o casi emocionales de la IA. Ya tenemos el caso de una japonesa que decidió casarse con un personaje que ella misma creó empleando ChatGPT.

Un bot, es decir, un programa informático creado para imitar el comportamiento humano, puede con toda facilidad mimetizar nuestra racionalidad y emotividad al grado de lograr hacerse pasar por humano, superando mejor que nunca la prueba de Turing.
Esta es la nueva realidad en Internet: pululan muchas criaturas inertes que no son seres del más allá, del inframundo dantesco o celestial, sino creaciones nuestras, los no vivos tecnológicos que suelen hacerse pasar por humanos, sabrá Dios con qué malas o mercantilistas intenciones comandadas por sus creadores o dueños.
A veces ni siquiera necesitan jugar a la simulación: se presentan sin camuflaje digital alguno cuando tienen más control sobre el usuario. Ya va siendo hora, por seguridad informática, mental y hasta emocional, de que, al interactuar ocasional o formalmente en las redes sociales, nos cuestionemos si nuestro receptor o dialogante es una persona real o una máquina.
Las IA —y con ellas los bots— emiten opiniones, crean información, la interpretan, generan todo tipo de contenidos: textos, pódcasts, videos de YouTube, de TikTok, imágenes de Instagram… Esta masa digital circulante por la web es cada vez mayor y pronto superará a la confeccionada por personas reales.
Y es que, en esta competencia por el ciberespacio, los internautas humanos compiten con franca desventaja. ¿Cuánto esfuerzo y tiempo le cuesta a la IA generar contenidos de todo tipo? Depende de si se trata de un texto, un audio o un video, cortos o largos; pero suelen ser segundos, minutos, quizás unas pocas horas. En contrapunto, la creatividad humana es más pausada y habría que decirlo: incluso imprecisa. Las máquinas también nos superan en precisión y no solo en rapidez.
Ahora bien, a estos contenidos creados por estos no vivientes algorítmicos es a lo que llamamos la Internet muerta. El peligro reside en acostumbrarnos a que la automatización informática se encargue de generar los entretenimientos, la información y, en general, los contenidos de la Web que consumimos. Y lo peor sería que, en este sedentarismo mental, lo hagamos acríticamente: dejar que la máquina —que no es buena ni mala, sino totalmente amoral— piense, imagine y hasta decida por nosotros; que ella nos describa e interprete la realidad con la complicidad de nuestra pasiva credulidad. Bienvenidos a la Matrix sin tubos ni conexiones.
Varias décadas atrás, Giovanni Sartori, en su clásica obra “Homo Videns”, ya advertía del riesgo de que los controladores de las máquinas las emplearan para manipular a las masas de telespectadores. Si la mala de la historia era la caja idiota —sobrenombre de la televisión—, poniendo al día las visiones catastrofistas de Sartori, ahora las máquinas que amenazan con enajenarnos son las que generan esta Internet muerta, simulando o no ser personas reales.

El escritor de ciencia ficción Isaac Asimov ideó en sus novelas las famosas Leyes de la Robótica, que imponían directrices y límites al comportamiento y actuar de los robots con base en lineamientos humanistas básicos y sencillos, reducibles a la afirmación de que jamás un autómata —porque así está escriturado en su programación— podrá hacerle daño a un ser humano bajo ninguna circunstancia. Una regulación parecida se necesitará para la Internet muerta: una Internet ética en la que esté prohibida la desinformación, la manipulación, la enajenación de los usuarios.
Pero esto no ocurrirá espontáneamente; es necesario que, con el mismo ingenio con que vamos perfeccionando nuestras máquinas, implementemos en la misma proporción marcos regulativos que normen la operación, la interacción y hasta la manipulación de las nuevas tecnologías.