
Chile acaba de dejar una lección que en México muchos prefieren ignorar: los gobiernos no caen cuando la oposición se vuelve brillante, sino cuando el poder se vuelve sordo. El reciente triunfo de la derecha chilena no fue una victoria ideológica ni programática; fue, ante todo, una factura social. Y ese tipo de factura, tarde o temprano, también se cobra en otros países que creen estar blindados por su narrativa.
En Chile no ganó una derecha carismática ni un proyecto conservador irresistible. Ganó el cansancio. Ganó la frustración acumulada de una ciudadanía que escuchó durante años promesas de transformación profunda, pero que no vio mejoras sustantivas en su vida cotidiana. Ganó la percepción —letal para cualquier gobierno— de que seguir igual era más riesgoso que probar algo distinto, aunque ese “algo” no fuera del todo claro.
Ese es exactamente el riesgo que hoy enfrenta México.
El actual régimen ha construido su fortaleza sobre dos pilares evidentes: un relato político poderoso, emocionalmente eficaz, y una base social leal que se reconoce en ese discurso. Sin embargo, también ha ido acumulando un flanco débil que crece en silencio: una masa cada vez mayor de ciudadanos que no se sienten representados ni por el gobierno ni por la oposición tradicional, y que no votan por convicción ideológica, sino por hartazgo.
Ahí es donde puede articularse una derecha ampliada. No solo la derecha clásica, sino un centro-derecha pragmático, sectores de centro desencantados y, sobre todo, un voto decididamente anti-Morena. Ese bloque no necesita cohesión doctrinaria ni un proyecto común de largo aliento; le basta una causa compartida: ponerle un alto al poder, imponer contrapesos, enviar un mensaje de corrección.
Las elecciones legislativas intermedias son el terreno ideal para ese fenómeno. No exigen un proyecto alternativo integral ni un liderazgo épico. Son elecciones de ajuste, de castigo, de advertencia. Son el momento en que el elector no busca cambiar el sistema, sino equilibrarlo. Chile mostró que basta con que una mayoría relativa perciba que el gobierno dejó de escuchar para que el tablero político se sacuda.
En México, las señales están a la vista. Inseguridad persistente, servicios públicos que no mejoran al ritmo prometido, incertidumbre económica y una narrativa oficial que tiende a minimizar, descalificar o caricaturizar cualquier crítica. El error más grave del régimen sería asumir que toda inconformidad es conservadora o que toda objeción es producto de una conspiración. Esa lectura no solo es equivocada; es profundamente peligrosa.
La clase media, que históricamente decide las elecciones intermedias, no vota por ideología ni por gratitud histórica. Vota por percepción. Si siente que pierde estabilidad, certidumbre o futuro, cambia su voto sin pedir permiso ni explicaciones. No se vuelve de derecha por convicción; se vuelve defensiva. Y ese voto defensivo, cuando se acumula, puede ser devastador para cualquier proyecto político.
Chile deja otra lección incómoda: no hace falta que la oposición sea fuerte, coherente o carismática para que el oficialismo pierda terreno. Basta con que el gobierno se confíe, se encierre en su propio relato y subestime el malestar silencioso. Cuando eso ocurre, cualquier opción que prometa freno, contrapeso o corrección se vuelve atractiva, incluso si carece de profundidad.
La derecha mexicana —junto con el centro y los sectores anti-Morena— no necesita hoy un gran programa ni un líder providencial. Solo necesita tiempo, desgaste y soberbia del poder. El verdadero adversario del régimen no está enfrente, visible y organizado; está en la suma de inconformidades dispersas que hoy no hacen ruido, pero que el día de la elección sí votan.
Chile no cambió de rumbo por nostalgia ni por entusiasmo ideológico. Cambió por advertencia. México haría mal en creer que ese escenario le es ajeno. En democracia, las mayorías no se administran: se pierden. Y casi siempre se pierden cuando el poder deja de escuchar.