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Así cayó Chucho El Roto

En la historia de la delincuencia mexicana hay bandidos que han despertado el entusiasmo popular, generalmente por su habilidad para burlar a la autoridad. Uno de estos personajes, acaso de los más famosos, era aquel hombre que, debajo de la ropa de calidad y los zapatos lustrados, ocultaba su habilidad para el robo, sustentada más en la maña que en la fuerza. Pero, en algún momento, se le tenía que acabar la suerte…

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Mucho trabajo costó a la policía de la ciudad de México, en 1879, dar con Jesús Arriaga, conocido ladrón cuyo

Mucho trabajo costó a la policía de la ciudad de México, en 1879, dar con Jesús Arriaga, conocido ladrón cuyo "nombre de guerra" era Chucho el Roto.

Especial

Llovían los anónimos a las comisarías de la ciudad de México. La policía llegó a contar nada menos que 800, y de todos ellos, a la hora de la hora, solamente cuatro daban una pista cierta del paradero de Jesús Arriaga, conocido popularmente como Chucho el Roto, y a quien se señalaba como el culpable del robo al Bazar del Coliseo, que estaba en la calle del mismo nombre -hoy calle de Bolívar-, y era propiedad de un español de apellido Zabalgoitia, que se daba a todos los diablos, porque, en una noche, y pese a la presencia en el local de un dependiente, el bueno de Cándido “N”, le habían birlado mercancía ¡por más de cuarenta mil pesos!

Nadie lo sabía, pero empezaba entonces una investigación, encabezada por el teniente coronel José Pedro Ocampo, que iba a llevar al célebre ladrón a uno de los peores lugares del país: la prisión veracruzana de San Juan de Ulúa.

Pero no fue sencillo, a pesar de que, desde las primeras horas, se identificó el delincuente por su forma de operar: sin violencia, sin cristalazos escandalosos, ni gritos, ni sombrerazos. Cuando amaneció aquel frío día de noviembre de 1879 y el joven Cándido empezó a gritar, dando la alarma, pidiendo auxilio, acudió la gendarmería para encontrarse con una escena del crimen que bien podría calificarse de impecable: las puertas que daban a la calle solamente se abrieron para que el ladrón saliera con toda tranquilidad. Dentro, ningún mostrador estaba roto o maltratado.

Fue sencillo encontrar la ruta de entrada del delincuente: una de las ventanas interiores, que daban a la casa de un vecino, tenía limados los barrotes de hierro, tarea que se había efectuado con enorme tranquilidad, pues el o los criminales se habían dado el lujo de disimular su obra con cera coloreada para disimular su trabajo de destrucción. Habilidosos, nadie se había percatado de una labor que, seguramente, de había efectuado con muchos días de anticipación. Cuando las investigaciones avanzaron, se supo que el ladrón había tomado un cuarto en “El Turco” un hotel vecino, y desde ahí escalaba el muro para ir a preparar su acceso al Bazar.

Tan habilidoso fue el ladrón, concluyeron las autoridades, que el pobre dependiente, español como el dueño del Bazar, había sido sometido sin violencia. Serían las 4 de la mañana cuando Cándido sintió pasos en su habitación. Al intentar incorporarse, dos manos surgidas de la oscuridad lo contuvieron en su lecho, mientras alguien más le ponía en la nariz un pañuelo empapado en cloroformo. De ese modo, Cándido se fue a dormir otro rato mientras los delincuentes ponían manos a la obra y saqueaban el Bazar.

El botín era enorme: de la sección de joyería se habían llevado anillos de diamantes, relojes de oro, leontinas, prendedores collares. Sí, señor: cuarenta mil pesos en mercancía

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El teniente coronel Ocampo echó mano de su archivo, que en realidad era una libreta con sus notas acerca de delincuentes notables. Ahí tenía algunos datos que le permitieron establecer que era Chucho el Roto y no otro el autor del robo. Unos pocos años antes, el mismo ladrón había asaltado, de manera muy similar, la famosa Mercería del Refugio, que estaba en la calle de la Palma, esquina con la calle del Refugio, en los bajos del hotel La Bella Unión. En aquella oportunidad, Jesús Arriaga, que era el verdadero nombre del famoso ladrón, tomó un cuarto en el hotel, y por ahí abrió un agujero en el piso, por el cual penetró en la Mercería.

Mucha astucia hubo en aquel crimen, porque Arriaga aprovechó un “puente”, un domingo seguido de un descanso por día festivo, de manera que el crimen se descubrió cuando Chucho el Roto ya estaba lejos.

Arriaga tenía en su haber varios golpes similares. Sus habilidades, su manera de operar, sin derramamiento de sangre y su generosidad para con algunos desfavorecidos que, de repente, veían en sus manos una pizca del botín para aliviar su miseria, lo convirtieron en una estrella de los bajos fondos de la ciudad de México, y su generosidad lo volvió un personaje popular, cuyas hazañas eran festejadas por el populacho.

Portada de la película de Chucho el Roto

Portada de la película de Chucho el Roto

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En vista de ello, el teniente coronel Ocampo se tomó a cosa personal atrapar al ladrón con los cómplices que le ayudaban. Llamó a los tres mejores agentes secretos que trabajaban para él, y entregándole a cada uno cien pesos, que en 1879 era mucho dinero, los mandó a que, encubiertos, indagaran entre los vendedores de chueco si ya estaban circulando en el mercado ilegal las joyas robadas por Chucho el Roto.

De ahí surgió el diluvio de anónimos. Unos le decían a la policía que nada había qué hacer, porque las joyas ya se estaban vendiendo en Estados Unidos. Otros afirmaban que los ladrones ya iban rumbo a Veracruz para embarcarse y escapar del país. Otros anónimos ubicaban a Arriaga y a sus secuaces en el puerto de Tampico. Pero, aunque la policía capitalina puso a trabajar a sus colegas de todos los lugares que los mensajes y los chismes señalaban, nunca hubo rastro de Chucho el Roto, de gente relacionada con él o de las joyas robadas.

Casas de empeño, bazares, platerías de todo nivel, fueron revisadas por los agentes del teniente coronel José Pedro Ocampo. No había pistas del ladrón y mucho menos de las joyas.

El tiempo se le escurría de entre las manos a los policías. Los agentes encubiertos se movían en los ambientes de la “gente de trueno”, como llamaba Ocampo a los habitantes de los barrios más peligrosos de la ciudad. Cantinas, mesones, “cafés cantantes” y pulquerías eran recorridas sin cesar, pensando en que, necesariamente, Arriaga y sus cómplices desearían vender las alhajas robadas y en algún momento lo intentarían.

Los agentes se paseaban por los tugurios presentándose como comerciantes de joyas. Esperaban que, en algún momento, uno de los hombres de Chucho el Roto mordería el anzuelo.

Y así ocurrió.

El agente Becerril se tomaba un pulque en un establecimiento en la calle de Toribio cuando apareció un muchacho que después describiría como trigueño, de unos 30 años. El encargado de la pulquería lo presentó a Becerril. El sujeto era, explicó, un conocido, fuereño, que deseaba vender algunas alhajitas y bueno, como Becerril se dedicaba a eso, pues seguramente le interesaría o que el muchacho ofreciera.

El agente puso atención: le ofrecían unas “joyitas de la familia” que el muchacho estaba interesado en vender: un collar, dos relojes y una cadena. Si le interesaban al señor, las podía llevar al día siguiente, para que las examinara y se pusieran de acuerdo en un precio que conviniera a los dos.

Naturalmente, Becerril dijo que sí y luego le fue a informar al teniente coronel Ocampo. La policía se puso en alerta para intentar pescar al vendedor con la mercancía en las manos.

Pero transcurrió un día, y otro, y otro sin que el presunto vendedor llevara las joyas. Se paró en un par de ocasiones en la pulquería, pero no llevaba nada. Becerril y Ocampo decidieron esperar. Ya llegaría el momento en que el probable ladrón se confiara, y entonces sí, lo atraparían.

Un collar fue el principio del fin para Chucho el Roto.

(Continuará)