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La súplica de una emperatriz

En los días en que fue emperatriz de México, Ana María Huarte fue, naturalmente objeto de homenajes y curiosos honores. Se le pintó como encarnación de la patria recién independizada

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Retrato de Ana María Huarte

Retrato de Ana María Huarte

Especial

Acostumbrados como estamos a pensar en el segundo imperio mexicano, con su dosis de tragedia romántica, en la que Carlota de Bélgica es protagonista, suele olvidarse el hecho de que en 1822 hubo otro, el joven imperio mexicano, que, entre intrigas y conspiraciones tuvo por cabeza al novohispano Agustín de Iturbide, y que tuvo una emperatriz, una criolla de Valladolid, que padeció, arrastrada por las ambiciones políticas de su esposo, las turbulencias del México recién independizado.

El mensaje está fechado en la ciudad estadunidense de Filadelfia, en marzo de 1833. Una mujer, joven todavía, se dirige a un gobierno federal. Ruega, suplica autorización para volver a su tierra natal, en compañía de sus hijos. A la falta de esposo que padece desde hace una década, suma la zozobra, la incertidumbre, la penuria. ¿Es que puede volver a casa, a ser arropada por los suyos, a intentar recuperar los recuerdos de los días en que fue feliz? ¿Es que Ana María Huarte, viuda de Agustín de Iturbide no merece algún gesto de compasión?

Ha transcurrido una década desde que su Agustín, empeñado en volver a tierra mexicana, echando por delante sus intenciones de “defender con su espada” a la patria amenazada, ocultando cualquier otra ambición que albergara, metió a la familia entera en un barco, dejando atrás los días del exilio europeo, y emprendieron el regreso a México, que ya era una república. 

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Tal vez Iturbide le dijo que no tuviera miedo, que apenas lo vieran, resurgiría el entusiasmo por aquel arrojado criollo que no perdía oportunidad de recordarle a quien se le atravesara que era él el artífice de la independencia de la Nueva España. No sabía, ni Iturbide ni Ana María Huarte, que un decreto de proscripción estipulaba que el ex emperador de México debía ser fusilado se le ocurría poner un pie en el país que alguna vez lo aclamó.

Sin saber muy bien cómo, Ana María Huarte se enteró de que era viuda, a cargo de nueve hijos. Agustín no era ya de este mundo, y ni siquiera había podido acompañarlo en un funeral digno. Todo había sido tenso, apresurado, entre hombres. Nadie se paró a pensar demasiado en aquella criolla de Valladolid, nacida en el seno de una familia acomodada y de abolengo, que tal vez no sabía lo que dejaba atrás al casarse con el joven Iturbide.

De joven esposa a emperatriz

Se habían casado en febrero de 1805, y ella, como una de las hijas queridas de don Isidro Huarte, aportó al matrimonio una generosa dote. Era una boda de la élite; uno de los testigos del enlace era el intendente de Valladolid. En una casa bien puesta y de cierto lujo, empezaron su vida de pareja.

La efervescencia política de la Nueva España, las voces que exigían, en tono cada vez más alto, la independencia, afectaron la vida de aquella familia que crecía constantemente. Iturbide estuvo acantonado en Jalapa, y luego consiguió una dispensa, a causa del clima insano de lo que hoy es Veracruz. La familia resolvió trasladarse a la ciudad de México, en el número 7 de la calle de Tiburcio, que hoy se llama República de Uruguay, y cuando Iturbide se incorporó a las fuerzas realistas que combatían a la insurgencia, ella se quedó en casa, con los pequeños hijos que iban naciendo, uno cada año sin fallar. Se sabe que, Ana María a diferencia de otras mujeres, no acompañó a su esposo al campo de batalla. Ella estuvo residiendo, a lo largo de la guerra, en León, en Querétaro o en la ciudad de México. Otras, como Francisca de la Gándara, otra criolla riquísima, casada con el brigadier Félix María Calleja, sí acompañaba a su esposo al frente. Iturbide, en sus escritos, la recuerda en vísperas del sitio a Zitácuaro, en 1812, como “amabilísima y de gran mérito”.

Luego, llegaron, hacia 1816, las acusaciones de malversación de fondos contra Iturbide, que lo alejaron por una temporada de las tareas militares. La familia Iturbide Huarte, que no dejaba de crecer, pasó penurias, aliviadas por la generosidad y la solidaridad del rico suegro, Isidro Huarte. Luego, el destino cambió la vida de la familia y del país. Iturbide atrapó las oportunidades que veía al alcance de sus manos y se convertiría en el negociador que logró concretar los principios independentistas en el plan de Iguala y los Tratados de Córdoba. El Imperio Mexicano era una nueva nación, y Agustín de Iturbide se volvió emperador. Aunque Ana María se esforzó por mantenerse ajena a las maniobras políticas de su esposo, en alguna ocasión accedió a colaborar con él. En agosto de 1821, cuando la fuerza del movimiento Trigarante era innegable, y poco a poco se acercaba a la ciudad de México como ejecutor de la voluntad independentistas, Ana María fue enviada a Valladolid para atraerse las voluntades de sus paisanos.

En realidad, ese viaje se planeó desde marzo de aquel agitado año en que se concretó la independencia, y la idea era que Ana María, esposa del héroe de Iguala, entusiasmara, con su presencia, a los criollos ricos de la ciudad, y se sumaran al proyecto Trigarante. Pero aquel asunto empezó a ser cada vez más complicado, y, cuando Ana María finalmente partió, en el mes de agosto, la recepción fue impresionante, como si Valladolid recibiera a una reina, la reina de aquel hombre que, todo seguridad y todo orgullo, se autonombraba Libertador.

Ana María Huarte fue recibida con música y aclamaciones, mientras docenas de jóvenes vallisoletanas arrojaban miles de flores a su paso. Una banda de músicos de excelencia tocó para ella en su hogar familiar, la casa de don Isidro Huarte que no cabía en sí de orgullo. A lo largo de los años, y en los momentos de penuria, el rico caballero había sostenido a la familia de su hija, y hasta antes de 1821, los Iturbide Huarte habían recibido del abuelo Isidro unos treinta mil pesos, una verdadera fortuna para aquella época.

Por unos pocos meses, fue Ana María Huarte la emperatriz de México. Luego sobrevino la derrota política, la abdicación y el exilio. Aquellos días dorados, de emoción independentista, se acabaron para ella y su familia.

El exilio, los ruegos de la emperatriz

La familia Iturbide Huarte no solo tuvo que soportar el dolor del exilio y la estrechez económica. Si bien es cierto que al abdicar el gobierno mexicano le asignó una pensión al ex emperador, para que no anduviera pensando en cosas que no debía, la verdad era que el erario estaba vacío e Iturbide jamás vio un centavo de aquel dinero. Es de suponerse que Isidro Huarte siguió ayudando a la distancia a su hija y a su yerno.

La familia tuvo que enfrentar, también, la maledicencia. Uno de aquellos peculiares enemigos de Iturbide, Vicente Rocafuerte, en su Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Mégico, desde el grito de Iguala hasta la proclamación de Iturbide, no solo propaló el chisme de los amores, nunca demostrados, entre Iturbide y la famosa Güera Rodríguez, sino que agregó otra historia maliciosa, según la cual, estando el emperador tan enloquecido de pasión por la Güera, habría intentado conseguir el divorcio para casarse con ella. Desde luego, nada hay que demuestre tal intento.

Después del fusilamiento de Iturbide, Ana María Huarte parecía haber quedado en el limbo. ¿A dónde ir? El gobierno mexicano le negó la posibilidad de establecerse en estas tierras, de volver, tal vez, a la casa de su padre. Se habló de facilitarle un barco para que se estableciera en Colombia, pero, como tantas promesas de aquel nuevo gobierno, nunca hubo dinero para ello. La ex emperatriz se marchó con sus nueve hijos a Filadelfia, donde, seguramente auxiliada a la distancia por su padre, empezó una nueva vida. Nunca volvió a casarse.

En 1833, quiso volver a su tierra. Seguramente asesorada por algún abogado, preparó unas “Representaciones” dirigidas al Supremo Poder Legislativo mexicano, en las que solicitaba el permiso para regresar al país, después de una “expatriación sensible y amarga”, de una familia condenada a un destierro “que ciertamente no ha merecido”.

Quiso Ana María Huarte convencer a los diputados mexicanos de que nada había que recelar de aquellos nueve hijos del emperador muerto. El mayor, expuso, era empleado de la diplomacia mexicana, y podía dar fe de su comportamiento su funcionario superior. Los hijos menores eran muy pequeños en los días en que su padre fue emperador, y nada sabían de aquellas luchas políticas. El más joven de ellos, incluso, había nacido en Estados Unidos, cuando su padre yacía en una fosa del cementerio de Padilla.

Pero los rencores y recelos contra el fantasma de Agustín de Iturbide fueron más poderosos. Ana María Huarte jamás recibió el anhelado permiso para regresar a México. Murió en Filadelfia, en 1861, sin volver a ver los jardines de su Valladolid natal.